sábado, 21 de abril de 2018

Vecejes

A veces me sorprende el poco apego que tienen algunos de nuestros mayores por su usadas vidas, exponiéndose felizmente a la muerte como buscando sin saberlo (y sin buscarlo, todo sea dicho) esa adrenalina que podría poner un punto de color en sus días llenos de rutina, de paseos por el parque, de pastillas y de caramelos mentolados.

Ya no hablo de cruzar una carretera, sin prestar atención si el semáforo está rojo o verde (o de si hay semáforo), de si vienen coches en alguna dirección, si están cerca o lejos. Si no de cruzar una carretera como si no estuvieran cruzando una carretera, como si fueran andando por el pasillo de su casa, con la alegría de un octogenario que se levanta por la mañana y va a la cocina a por su vasico de leche. No es que ignoren los coches, es que se la sudan si los hay, si pasan por ahí; se la repelan los frenazos, los pitidos, los "¿donde va ese abuelo?" de los conductores y viandantes que están entre asustados y cabreados. 

Su misión es llegar al otro lado, por que en el banco de enfrente pega mas el sol y no hace ese crujido tan raro cuando te sientas y tiene un angulo de visión estratégico desde donde se ve toda la calle, parte de la manzana y están arreglando una fachada dos bloques por detrás. Hay mucho movimiento que observar.

Lo más triste es que ni siquiera se dan cuenta de esa chispa, de ese tono de color. Ni siquiera lo hacen a posta. Acaban de ser casi atropellados por una furgoneta conducida por dos ecuatorianos, que han reaccionado con el tiempo justo para frenar, pues no esperaban ver esa figura con bastón salir de los arbustos, y ni siquiera lo saben y ni se preocupan por ello.

Para ellos es un día mas. A la espera de que llegue Fulanito o Menganita al banco de siempre, a estar al solecico durante horas (como pequeños, huesudos y encorvados lagartos jurásicos) y contarse una vez más aquellas viejas y casposas historias de juventud, o esos nuevos y excitantes dolores que se han detectado y los medicamentos que les han sido recetados para combatirlos.

Supongo que cuando has vivido tanto, se ven las cosas de otra manera. Pero la impresión de que los envuelve una gran burbuja, que los hace inmunes al mundo real me llena de tal manera que hasta la puedo ver rodeándolos cada mañana al mismo tiempo que pienso, entre asustada y cabreada: "¿¡Pero dónde va ese abuelo!?"

La moraleja es que no lleguéis a viejos... no merece la pena...

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